1 de marzo de 2012

Cuaresma con los Padres: Jueves I, Quien pide, recibe (San Juan Crisóstomo)

Pidan y se les dará; busquen y encontrarán; llamen y se les abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá. ¿Quién de ustedes, cuando su hijo le pide pan, le da una piedra? ¿O si le pide un pez, le da una serpiente? Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre celestial dará cosas buenas a aquellos que se las pidan! Todo lo que deseen que los demás hagan por ustedes, háganlo por ellos: en esto consiste la Ley y los Profetas. 

Mt 7,7-12


«El mismo bien está en la plegaria y en el diálogo con Dios, porque equivale a una íntima unión con Él; y así, como los ojos del cuerpo se iluminan cuando contemplan la luz, así también el alma dirigida hacia Dios se ilumina con inefable luz. Una plegaria, por supuesto, que no sea de rutina, sino hecha con el corazón, que no está limitada a un tiempo concreto o a unas horas determinadas, sino que se prolonga día y noche sin interrupción.

«Conviene, en efecto, que elevemos la mente a Dios no sólo cuando nos dedicamos expresamente a la oración, sino también cuando atendemos a otras ocupaciones, como el cuidado de los pobres o las útiles tareas de la munificencia, en todas las cuales debemos mezclar el anhelo y el recuerdo de Dios; de modo que todas nuestras obras, como si estuvieran condimentadas con la sal del amor de Dios, se convierten en un alimento dulcísimo para el Señor. Pero sólo podremos disfrutar perpetuamente de la abundancia que de Dios brota, si le dedicamos mucho tiempo.

«La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el alma se eleve hasta el cielo y abrace a Dios con inefables abrazos... Por la oración el alma expone sus propios deseos y recibe dones mejores que toda la naturaleza visible» 


«Pues la oración se presenta ante Dios como venerable intermediario. Alegra nuestro espíritu y tranquiliza sus afectos... La oración es un deseo de Dios, una inefable piedad, no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina... El don de semejante súplica, cuando Dios lo otorga a alguien, es una riqueza inagotable y un alimento celestial que satura el alma; quien lo saborea se enciende en un deseo indeficiente del Señor, como en un fuego ardiente que inflama su alma» 

San Juan Crisóstomo, Homilía 6, sobre la oración.

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