22 de abril de 2011

SEMANA SANTA CON LOS PADRES DE LA IGLESIA: Viernes Santo: Hemos de poner nuestra confianza y nuestra gloria en la muerte del Señor (San Agustín)



La pasión de nuestro Señor y Salvador Jesucristo es para nosotros un ejemplo de paciencia, a la vez que seguridad de alcanzar la gloria. ¿Qué cosa no pueden esperar de la gracia de Dios los corazones fieles? El Hijo único de Dios y coeterno con el Padre tuvo en poco el nacer como hombre, y, por tanto, de hombre, pues hasta sufrió la muerte de manos de quienes fueron creados por él. Y todo por bien de ellos. Gran cosa es la que se nos promete para el futuro, pero mucho mayor es lo que recordamos como ya hecho por nosotros. ¿Dónde estaban los santos o qué eran ellos cuando Cristo murió por los impíos? ¿Quién dudará de que él ha de donarles su vida, si les donó incluso su muerte? ¿Por qué duda la fragilidad humana en creer que será una realidad el que los hombres vivan algún día en compañía de Dios? Mucho más increíble es lo que ya ha tenido lugar: que Dios haya muerto por los hombres.

¿Quién es Cristo, sino la Palabra que existía en el principio, la Palabra que estaba en Dios y la palabra que era Dios? Esta Palabra de Dios se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,14). No hubiera tenido en sí misma dónde morir por nosotros si no hubiese tomado nuestra carne mortal. De esta manera pudo morir el inmortal y quiso donar la vida a los mortales: haciendo partícipes de sí en el futuro a aquellos de quienes ella se había hecho partícipe antes. Pues ni nosotros teníamos en nuestro ser de dónde conseguir la vida ni ella en el suyo en dónde sufrir la muerte. Realizó con nosotros un admirable comercio, en base a una mutua participación: el don de morir era nuestro, el don de vivir será suyo. Pero la carne que tomó de nosotros para morir, la otorgó él mismo, puesto que es el Creador; en cambio, la vida gracias a la cual viviremos en él y con él, no la recibió de nosotros. En consecuencia, si consideramos nuestra naturaleza, la que nos hace hombres, no murió en su ser, sino en el nuestro, puesto que de ninguna manera puede morir en su naturaleza propia, por la que es Dios. Si, en cambio, consideramos que es criatura suya, que él lo hizo en cuanto Dios, murió también en su ser, puesto que es también autor de la carne en que murió.

Así, pues, no sólo no debemos avergonzarnos de la muerte del Señor, nuestro Dios, sino más bien poner en ella toda nuestra confianza y nuestra gloria. En efecto, recibiendo en lo que tomó de nosotros la muerte que encontró en nosotros, hizo una promesa fidedigna de que nos ha de dar la vida con él, vida que no podemos obtener por nosotros mismos. Quien nos amó tanto que, sin tener pecado, sufrió lo que los pecadores habíamos merecido por el pecado, ¿cómo no va a darnos quien nos hace justos lo que merecimos por la justicia? ¿Cómo no va a cumplir su promesa de dar el galardón a los santos quien promete sinceramente, quien sin cometer maldad alguna sufrió el castigo que merecían los malvados? Llenos de coraje, confesemos o, más bien, profesemos, hermanos, que Cristo fue crucificado por nosotros; digámoslo llenos de gozo, no de temor; gloriándonos, no avergonzándonos. Lo vio el apóstol Pablo, y lo recomendó como titulo de gloria. Muchas cosas grandiosas y divinas tenía para mencionar a propósito de Cristo; no obstante, no dijo que se gloriaba en las maravillas obradas por él, que, siendo Dios junto al Padre, creó el mundo, y, siendo hombre como nosotros, dio órdenes al mundo; sino: Lejos de mí el gloriarme, a no ser en la cruz de nuestro Señor Jesucristo (Gál 6,14). Estaba contemplando quién, por quiénes y de dónde había pendido, y presumía de tan gran humildad de Dios y de la divina excelsitud. Esto el Apóstol.

Pero quienes nos insultan porque adoramos al Señor crucificado, cuanto más piensan que saben, tanto más irremediablemente han perdido la razón, pues no entienden en absoluto lo que creemos o decimos. En efecto, nosotros no decimos que murió en Cristo su ser divino, sino su ser humano. Si, por ejemplo, cuando muere un hombre cualquiera no sufre la muerte en compañía del cuerpo, aquello que ante todo le constituye como hombre, es decir, lo que le distingue de las bestias, lo que faculta el entender, lo que discierne entre lo divino y lo humano, lo temporal y lo eterno, lo falso y lo verdadero, en definitiva, el alma racional, sino que, muerto el cuerpo, ella se separa con vida, y, no obstante, se dice: «Ha muerto un hombre», ¿por qué no decir también: «Murió Dios», sin entender por ello que pudo morir el ser divino, sino la parte mortal que había recibido en favor de los mortales?

Cuando muere un hombre, no muere su alma que mora en la carne; de idéntica manera, cuando murió Cristo, no murió su divinidad presente en la carne. «Pero -dicen- Dios no pudo mezclarse con el hombre y hacerse, juntamente con él, el único Cristo». Según esta opinión carnal y vana y cualesquiera otras opiniones humanas, más difícil debería sernos el creer en la posibilidad de la mezcla entre el espíritu y la carne que entre Dios y el hombre, y, a pesar de todo, ningún hombre sería hombre si el espíritu del hombre no estuviese mezclado con un cuerpo humano. ¡Cuánto más extraña y difícil no será la mezcla entre espíritu y cuerpo que entre espíritu y espíritu! Si, pues, para constituir un hombre se han mezclado el espíritu del hombre, que no es cuerpo, y el cuerpo del hombre, que no es espíritu, Dios, que es espíritu, ¿no pudo, con mucha más razón, mezclarse, gracias a una participación espiritual, no ya a un cuerpo desvinculado del espíritu, sino a un hombre poseedor del espíritu, para constituir ambos un único Cristo?

Gloriémonos, pues, también nosotros en la cruz de nuestro Señor Jesucristo; por quien el mundo está crucificado para nosotros, y nosotros para el mundo. Cruz que hemos colocado en la misma frente, es decir, en la sede del pudor, para que no nos avergoncemos. Y si nos esforzamos por explicar cuál es la enseñanza de paciencia que se encierra en esta cruz o cuán saludable es, ¿encontraremos palabras adecuadas a los contenidos o tiempo adecuado a las palabras? ¿Qué hombre que crea con toda verdad e intensidad en Cristo se atreverá a enorgullecerse, cuando es Dios quien enseña la humildad, no sólo con la palabra, sino también con su ejemplo? La utilidad de esta enseñanza la recuerda en pocas palabras aquella frase de la Sagrada Escritura: Antes de la caída se exalta el corazón y antes de la gloria se humilla (Prov 18,12). Lo mismo afirman estas otras: Dios resiste a los soberbios, y a los humildes, en cambio, les da su gracia (Sant 4,6); e igualmente: Quien se ensalza será humillado y quien se humilla será ensalzado (Lc 14,11). Por consiguiente, ante la exhortación del Apóstol a que no seamos altivos, sino que tengamos sentimientos de humildad, el hombre ha de pensar, si le es posible, a qué gran precipicio es empujado si no comparte la humildad de Dios y cuán pernicioso es que el hombre no encuentre dificultad en soportar lo que quiera el Dios justo, si Dios sufrió pacientemente lo que quiso el injusto enemigo.

 San Agustín,

Sermón 218 C

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