26 de marzo de 2011

CUARESMA CON SAN AGUSTÍN: Domingo III de Cuaresma: La Samaritana, imagen de la Iglesia




Llegó a una ciudad de Samaría llamada Sicar, cerca de las tierras que Jacob había dado a su hijo José. Allí se encuentra el pozo de Jacob. Jesús, fatigado del camino, se había sentado junto al pozo. Era la hora del mediodía. Una mujer de Samaría fue a sacar agua, y Jesús le dijo: «Dame de beber». Sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar alimentos. La samaritana le respondió: «¡Cómo! ¿Tú, que eres judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?». Los judíos, en efecto, no se trataban con los samaritanos. Jesús le respondió: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú misma se lo hubieras pedido,  y él te habría dado agua viva».  
«Señor, le dijo ella, no tienes nada para sacar el agua y el pozo es profundo. ¿De dónde sacas esa agua viva? ¿Eres acaso más grande que nuestro padre Jacob, que nos ha dado este pozo, donde él bebió, lo mismo que sus hijos y sus animales?». Jesús le respondió:  
«El que beba de esta agua tendrá nuevamente sed, pero el que beba del agua que yo le daré, nunca más volverá a tener sed. El agua que yo le daré se convertirá en él en manantial que brotará hasta la Vida eterna».  
«Señor, le dijo la mujer, dame de esa agua para que no tenga más sed y no necesite venir hasta aquí a sacarla». Jesús le respondió: «Ve, llama a tu marido y vuelve aquí». La mujer respondió: «No tengo marido». Jesús continuó: «Tienes razón al decir que no tienes marido, porque has tenido cinco y el que ahora tienes no es tu marido; en eso has dicho la verdad». La mujer le dijo: «Señor, veo que eres un profeta. Nuestros padres adoraron en esta montaña, y ustedes dicen que es en Jerusalén donde se debe adorar».  Jesús le respondió: «Créeme, mujer, llega la hora en que ni en esta montaña ni en Jerusalén se adorará al Padre. Ustedes adoran lo que no conocen; nosotros adoramos lo que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero la hora se acerca, y ya ha llegado, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque esos son los adoradores que quiere el Padre. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y en verdad».  
La mujer le dijo: «Yo sé que el Mesías, llamado Cristo, debe venir. Cuando él venga, nos anunciará todo». Jesús le respondió: «Soy yo, el que habla contigo».  
En ese momento llegaron sus discípulos y quedaron sorprendidos al verlo hablar con una mujer. Sin embargo, ninguno le preguntó: «¿Qué quieres de ella?» o «¿Por qué hablas con ella?».  La mujer, dejando allí su cántaro, corrió a la ciudad y dijo a la gente:  «Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que hice. ¿No será el Mesías?». Salieron entonces de la ciudad y fueron a su encuentro.  
 Mientras tanto, los discípulos le insistían a Jesús, diciendo: «Come, Maestro».  Pero él les dijo: «Yo tengo para comer un alimento que ustedes no conocen».  Los discípulos se preguntaban entre sí: «¿Alguien le habrá traído de comer?».  Jesús les respondió:  «Mi comida es hacer la voluntad de aquel que me envió y llevar a cabo su obra. Ustedes dicen que aún faltan cuatro meses para la cosecha. Pero yo les digo: Levanten los ojos y miren los campos: ya están madurando para la siega. Ya el segador recibe su salario y recoge el grano para la Vida eterna; así el que siembra y el que cosecha comparten una misma alegría. Porque en esto se cumple el proverbio: “Uno siembra y otro cosecha”. Yo los envié a cosechar adonde ustedes no han trabajado; otros han trabajado, y ustedes recogen el fruto de sus esfuerzos».  
Muchos samaritanos de esa ciudad habían creído en él por la palabra de la mujer, que atestiguaba: «Me ha dicho todo lo que hice». Por eso, cuando los samaritanos se acercaron a Jesús, le rogaban que se quedara con ellos, y él permaneció allí dos días. Muchos más creyeron en él, a causa de su palabra. Y decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es verdaderamente el Salvador del mundo».

Juan 4, 5-42.
Llegó, pues, a una ciudad de Samaria, de nombre Sicar, cerca del predio que Jacob dio a su hijo José. En él estaba la fuente de Jacob (Jn 4,5-6). Se trataba de un pozo, pero todo pozo es una fuente, aunque no toda fuente sea un pozo. Se llama fuente siempre que el agua mana de la tierra y sirve a las necesidades de quienes van por ella; si el manantial está a la vista y a flor de tierra se le llama simplemente fuente; si, por el contrario, está hondo y profundo, se le llama pozo, sin dejar de ser fuente.

Jesús, pues, fatigado del viaje, se hallaba así, sentado, sobre el brocal del pozo. Era aproximadamente la hora sexta. Ya comienzan los misterios. Pues no en vano se fatiga Jesús; no en vano se fatiga la Fortaleza de Dios; no en vano se fatiga aquel que nos restablece cuando nos hallamos cansados; no en vano se fatiga aquel cuyo abandono nos fatiga y cuya presencia nos fortalece. De todos modos, Jesús se fatiga; y se fatiga del viaje y se sienta; y fatigado se sienta en el pozo, a la hora sexta. Todo esto quiere sugerirnos algo, quiere indicarnos algo; reclama nuestra atención y nos invita a llamar. Ábranos a mí y a vosotros quien se ha dignado exhortarnos con estas palabras: Llamad y se os abrirá (Mt 7,7). Jesús se ha fatigado en el viaje por ti. Vemos que Jesús es la fortaleza y le vemos débil; le vemos fuerte y le vemos débil. Fuerte porque en el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios y la Palabra era Dios. Ella estaba al principio en Dios. ¿Quieres ver la fortaleza de este Hijo de Dios? Todo fue hecho por ella y sin ella nada se hizo; todo lo hizo sin cansancio alguno. ¿Quién es más fuerte que el que hizo todas las cosas sin cansancio alguno? ¿Quieres conocer ahora su debilidad? La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1,1.3.14). La fortaleza de Cristo te hizo y su debilidad te rehizo. La fortaleza de Cristo ha llamado a la existencia a lo que no existía; la debilidad de Cristo ha impedido que se perdiese lo que ya existía. Con su fortaleza nos creó, con su debilidad nos buscó...

¿Por qué, pues, era la hora sexta? Por hallarse en la sexta edad del mundo. El evangelio cuenta como primera hora la primera edad del mundo, que va desde Adán hasta Noé; la segunda, la que va desde Noé hasta Abrahán; la tercera, desde Abrahán hasta David; la cuarta, desde David hasta la transmigración a Babilonia; la quinta desde la transmigración a Babilonia hasta el bautismo de Juan; de él parte la sexta que es la actual. ¿De qué te extrañas? Vino Jesús y, humillándose, llegó hasta el pozo. Llega fatigado, porque lleva sobre sí el peso de la débil carne. Era la hora sexta, porque estaba en la sexta edad del mundo. Llegó hasta el pozo, porque descendió hasta lo profundo de nuestra morada. Por eso se dice en los Salmos: Desde lo hondo he clamado hacia ti, Señor (Sal 129,1). Se sentó, ya lo he dicho, porque se humilló.

Y llega una mujer (Jn 4,7). Es figura de la Iglesia, aún no justificada, pero a punto de serlo: éste es el tema de conversación. Viene sin saber nada, encuentra a Jesús y Jesús trabó conversación con ella. Veamos sobre qué cosa y con qué intención. Llega una mujer de Samaria a sacar agua. Los samaritanos no eran judíos; sino extranjeros, aunque vivían en regiones circunvecinas. Sería demasiado largo contar el origen de los samaritanos. Para no alargarme demasiado, dejando sin tocar quizá las cosas importantes, basta con que consideremos a los samaritanos como extranjeros. Y para que no se piense que mi afirmación tiene más audacia que verdad, oíd lo que dice el Señor Jesús de aquel samaritano, uno de los diez leprosos limpiados por él y el único que volvió a agradecérselo: ¿No eran diez los limpiados de la lepra? ¿Dónde están, pues, los otros nueve? ¿Ningún otro volvió a darle las gracias a excepción de este extranjero? (Lc 17,17).

Está lleno de significado el hecho de que esta mujer, que figuraba a la Iglesia, procediese de un pueblo extranjero para los judíos; en efecto, la Iglesia se formaría de los gentiles, que los judíos tenían por extranjeros. Escuchemos, pues, nosotros mismos en su persona, reconozcámonos en ella y en ella demos gracias a Dios por nosotros. Ella era la figura, no la realidad; ella misma fue primero símbolo y luego se convirtió en realidad, pues creyó en aquel que quería hacer de ella una figura nuestra. Vino, pues, a sacar agua. Había venido solamente a sacar agua, como suelen hacerlo los hombres y las mujeres.

Le dice Jesús: Dame de beber. Los discípulos habían ido a la ciudad a comprar alimentos. La mujer samaritana le contestó: ¿Cómo tú, siendo judío, me pides agua a mí que soy samaritana? Los judíos, en efecto, no tienen buenas relaciones con los samaritanos (Jn 4,7-9). He aquí la prueba de que los samaritanos eran extranjeros. Los judíos no se sirven jamás de sus cántaros, y como ella lo llevaba para sacarla, se extraña de que un judío le pidiese agua, ya que los judíos no suelen hacerlo. Pero, en realidad, quien le pedía de beber, tenía sed de la fe de aquella mujer.

Escucha ahora quién le pide de beber. Jesús le responde y le dice: si conocieses el don de Dios y quién es el que te dice: «Dame de beber», seguramente se lo hubieras pedido tú a él y él te hubiera dado agua viva (Jn 4,10). Pide agua y promete agua. Se manifiesta como necesitando recibir y al mismo tiempo como desbordante para saciar. ¡Si conocieses el don de Dios! El don de Dios es el Espíritu Santo. Todavía le habla Jesús veladamente, pero poco a poco va entrando en su corazón.

Comentarios sobre el evangelio de San Juan 15,5-6.9-12

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