28° DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO
En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó:
-Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?
Jesús le contestó:
-¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios.
Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.
El replicó:
-Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño.
Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo:
-Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres -así tendrás un tesoro en el cielo-, y luego sígueme.
A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico.
Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos:
-¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el Reino de Dios!
Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Jesús añadió:
-Hijos, ¡qué difícil les es entrar en el Reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el Reino de Dios.
Ellos se espantaron y comentaban:
-Entonces, ¿quién puede salvarse?
Jesús se les quedó mirando y les dijo:
-Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.
[Pedro se puso a decirle:
-Ya ves que nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido.
Jesús dijo:
-Os aseguro, que quien deje casa, o hermanos o hermanas, o madre o padre, o hijos o tierras, por mí y por el Evangelio, recibirá ahora, en este tiempo, cien veces más --casas y hermanos y hermanas y madres e hijos y tierras, con persecuciones-, y en la edad futura vida eterna.]
Mc 10,17-30
1. Lo único «bueno»...
La narración evangélica de hoy es bastante conocida y nos sitúa nuevamente ante el controvertido problema de cuál es la actitud del cristiano ante las riquezas. Hay frases en el texto que, a primera vista, aparecen como bastante problemáticas, por ejemplo: «Vende todo lo que tienes; después, ven y sígueme», o bien: "Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el Reino de Dios". Si tuviéramos que tomar las palabras de Jesús en su sentido más literal, entonces resultaría que...
--los cristianos estamos condenados a ser eternamente pobres y, por lo tanto, sometidos a quienes más poseen. ¿Dónde queda, pues, nuestra libertad?
--poco sentido tendrían las encíclicas papales y la doctrina social de la Iglesia que hablan del desarrollo de los países menos evolucionados, lo que implica, entre otras cosas, luchar contra la pobreza material; lo cual, a su vez, es garantía de dignidad personal.
--los verdaderos discípulos de Jesús no estarían en los países cristianos sino en otras regiones de Asia y África que, si bien no profesan el cristianismo, están en un grado casi absoluto de pobreza. Si la falta de bienes es la característica del discípulo de Jesús, ¿cuántos cristianos hay en la Iglesia? Estos interrogantes tienen su lógica y su razón de ser.
En efecto, o tomamos las palabras de Jesús en su sentido más estricto y las llevamos hasta las últimas consecuencias, o dichas palabras hay que entenderlas como una exageración literaria, o bien tienen un sentido oculto que a primera vista no aparece y que conviene descubrir. Por otra parte, no creo que ninguno de nosotros tenga como ideal el vivir como pobre.
Todos, quien más quien menos, tratamos de progresar no sólo culturalmente sino también económicamente. Y estamos convencidos de que debemos ganar el dinero suficiente no sólo para no morirnos de hambre, sino también para llevar una vida holgada y cómoda. Esto sucede aun en las congregaciones religiosas que viven bajo el voto de pobreza. Así se prefiere una lavadora a tener que lavar a mano; la nevera, un coche cómodo, una casa amplia, etc., a prescindir de ellos. ¿Tiene, entonces, vigencia este evangelio tan opuesto a la mentalidad occidental moderna? Para responder a estos interrogantes, nada mejor que seguir el texto evangélico para descubrir su mensaje salvador, ya que si es «evangelio», es buena noticia de liberación...
Un hombre que ha cumplido durante toda su vida los mandamientos, se presenta ante Jesús con la gran pregunta: «Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?» Se trata de un hombre sincero, honesto, a tal punto que Jesús se sintió profundamente conmovido y lo amó. Su misma sinceridad lo llevó a llamar "bueno" a Jesús. Entonces Jesús lo interpela a su vez: «¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios.» Esta pregunta de Jesús y la afirmación de que sólo Dios es bueno, nos preparan para comprender todo el sentido de este evangelio. Aquel hombre se entusiasmó con Jesús, se volcó enteramente a él con un gran afecto. Mas Jesús le quiere indicar que lo único realmente bueno en la vida de un hombre es Dios mismo y todo lo que sea asumido como venido de Dios. Para el hombre de fe, «lo bueno» por excelencia, el bien supremo, es Dios.
Jesús no niega que él también pueda ser bueno, pero quiere que su entusiasta interlocutor se prepare para recibir algo realmente bueno que él le va a entregar de parte de Dios: la palabra buena que le hará un hombre nuevo. Para el creyente es bueno aquello que es visto desde la óptica de Dios; las cosas no son buenas ni malas en sí mismas. Mas si las vemos como las ve Dios, si las asumimos según su voluntad, también ellas se hacen buenas.
La frase «sólo Dios es bueno» pretende preparar al joven rico para que no se apegue a las riquezas si la única riqueza buena es Dios mismo. En efecto, luego que aquel joven expuso que siempre había cumplido los diez mandamientos -y su palabra era sincera-, Jesús lo miró fijamente como quien selecciona a alguien y lo amó; es decir: quiso para él el mayor bien posible, esa vida nueva que precisamente estaba buscando. Y porque Jesús lo amó -esto es muy importante- y como señal de que lo amaba, le dijo: «Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres -así tendrás un tesoro en el cielo-, y luego sígueme.» Entonces el joven comprendió por qué Jesús le había prohibido que lo llamara bueno antes de tiempo. Si Jesús es «lo bueno», bien vale abandonarlo todo por seguirlo. Si él ahora es capaz de quedarse con Jesús aun dejando sus riquezas para bien de los pobres, entonces sí reconocía a Jesús como bueno, como el bien de Dios, como valor absoluto.
El joven bajó la vista y se marchó entristecido. Por primera vez en su vida, a pesar de que siempre se había creído fiel cumplidor de la ley divina, comprendió que para él «lo bueno» eran sus riquezas. Allí estaba su corazón y no se sintió con fuerzas para desprenderse de lo menos bueno por lo más bueno. Como judío piadoso que era, seguramente que alguna vez había escuchado el texto del libro de la Sabiduría que hoy hemos recordado en la primera lectura: «La preferí [la sabiduría] a los cetros y a los tronos, y en su comparación tuve en nada la riqueza. No le equiparé la piedra más preciosa, porque todo el oro a su lado es un poco de arena, y junto a ella la plata vale lo que el barro. La preferí a la salud y a la belleza, me propuse tenerla por luz, porque su resplandor no tiene ocaso.» Y como judío que era, también creía que las riquezas eran el signo de que Dios amaba a una persona; en cambio, la pobreza era la señal del abandono de Dios.
Ahora, frente a Jesús, comprendió en toda su dimensión el texto sagrado: Si nuestro único bien, si nuestra riqueza suprema es Dios y su palabra, ¿cómo no estar dispuestos a perder todo lo demás si es un obstáculo para conservar lo único realmente bueno? No hay duda de que la frase que le dirigió Jesús era para ser interpretada en sentido literal. Jesús le pidió -al igual que a los demás apóstoles- que se desprendiera de todo, que diera el dinero a los pobres y que después lo siguiera. ¿Por qué Jesús tuvo esta exigencia? La primera respuesta es: porque lo amaba. Si los judíos pensaban que el signo del amor de Dios eran las riquezas, ahora la buena noticia revelaba que el signo de ese amor es Jesús, el Hijo de Dios, dado a los hombres como salvador. Y Jesús nos trae la total liberación interior, aun la liberación del corazón frente a las cosas y sus preocupaciones. Sabemos por los escritos del Nuevo Testamento que los apóstoles siempre conservarán ciertos bienes e incluso -como enseña Pablo- que tendrán derecho a recibir algo de la comunidad como recompensa por su dedicación exclusiva, pero a partir de su elección por Cristo, han adquirido la libertad del corazón que los volverá libres para tener o para desprenderse de las riquezas.
Han aprendido que el bien supremo es este evangelio, esta sabiduría de Dios revelada en Cristo; esto es «lo bueno» en la vida del creyente. En adelante, tener o no tener es relativo. Si se tiene, es lo mismo que si no se tuviera, pues se está dispuesto a compartirlo con los demás; si no se tiene, no se lo toma como una preocupación angustiante...
Los bienes materiales, de por sí, no son buenos ni malos. Pero se hacen malos cuando los transformamos en el objetivo de la vida, en lo único bueno. Toda la historia humana muestra hasta la saciedad cómo las riquezas endurecen el corazón del hombre y lo hacen insensible ante el dolor del prójimo, incluso de los propios padres, familiares y amigos. El mismo evangelio nos trae el caso de Judas, quien, por amor al dinero, entregó a su amigo y maestro. ¿Y quién no conoce algún ejemplo de este endurecimiento del corazón por amor al dinero? Por dinero se venden armas y se hacen la mayoría de las guerras, a pesar de su costo de millones de víctimas inocentes; por amor al dinero, pueblos enteros son sumidos en la más espantosa miseria, mientras otros son esclavizados; por amor al dinero surge a menudo la infidelidad matrimonial, el abandono de los hijos, y se rompen viejas amistades.
No es extraño, pues, que cuando Jesús quiere poner a prueba al discípulo para ver si realmente es un hombre nuevo, le pregunte: ¿Eres capaz de dejar tus riquezas por algo que crees mejor? Alguien podrá preguntar: ¿Y a todos se nos exige esta total renuncia? La respuesta no puede ser sino positiva, mas, para entenderla, antes es necesario comprender lo que significa la libertad interior del corazón.
A la mayoría absoluta de nosotros no se nos exige que vivamos en la total pobreza. Al contrario, entendemos que es nuestro deber disponer del trabajo que nos permita ganar el dinero suficiente para sostener a nuestra familia y prever un futuro prometedor. Si todos vendiéramos mañana nuestros bienes y diéramos el dinero recaudado a los pobres, al cabo de muy poco tiempo el país acabaría sumido en la más espantosa miseria.
En efecto, lo que Jesús propone no es un programa económico-social, sino una actitud del corazón; es decir, que tengamos nuestros bienes y dinero, pero haciéndonos la cuenta con toda lealtad de que ese bien pertenece a toda la comunidad, particularmente a los pobres. De más está decir que los primeros pobres o necesitados son nuestros hijos; pero sucede a menudo que nuestros bienes exceden largamente la necesidad familiar, y entonces la libertad frente a los bienes y nuestro ideal evangélico nos deben impulsar a compartirlos con los que tienen menos o nada tienen.
Es decir: el auténtico cristiano debe vivir este evangelio como una realidad. No lo hará ciertamente «vendiendo sus bienes y repartiendo el dinero», pues hoy ese método no serviría ni siquiera para resolver el problema de los pobres. Todos entendemos, por ejemplo, que quien tenga una fábrica con doscientos obreros, cumpliría pésimamente el evangelio si vendiera su fábrica y repartiera el dinero entre los pobres que, al cabo de un tiempo, sin dinero y sin trabajo, estarían peor que antes.
El amor a los pobres tiene hoy una forma de realizarse distinta a la de los tiempos de Jesús. Pero el espíritu del evangelio es el mismo: el cristiano, desde el momento en que hace su opción por Jesucristo y por el Reino de Dios, demuestra la sinceridad de esa elección compartiendo sus bienes con los más necesitados. Lo podrá hacer con un método o con otro; pero su corazón debe estar desprendido de sus bienes, ya que no son bienes... y en ese desprendimiento sigue a Jesús como bien supremo.
2. La libertad ante las riquezas
Al escuchar todo esto, también nosotros -como los apóstoles- nos quedamos sorprendidos y -ante la frase de Jesús de que «es difícil que los ricos entren en el Reino de Dios»- también podemos preguntar: «Entonces, ¿quién podrá salvarse?» Es la pregunta que se hacen los hombres que aún no han descubierto al hombre-nuevo que debe nacer en ellos; todavía no sienten la alegría de vivir interiormente libres frente a esto o lo otro; no sienten la libertad de amar ilimitada y totalmente. Pero Jesús -que vivió esta libertad y que por amor a los hombres pecadores se hizo pecado por ellos- pudo responder sin mayor angustia: "Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo".
Ahora alguno dirá: Si esto sólo es posible para Dios y no para los hombres, entonces será muy difícil cumplir este evangelio. Si seguimos aferrados a las riquezas como bien supremo, entonces es cierto. Pero si comenzamos a aferrarnos a Dios como «lo bueno de la vida», como nuestra riqueza esencial, entonces también para nosotros es posible.
En otras palabras: hay dos criterios en relación con las riquezas y los bienes materiales. El criterio humano corriente es que las riquezas son el valor por excelencia y la fuente de la felicidad: «Dime cuánto tienes y te diré quién eres.» El dinero es el dios al que se adora día y noche. Para quien viva de acuerdo con este criterio, es lógico que este evangelio le resulte absurdo y ridículo. Y está el criterio de Dios: el bien por el que debemos luchar día y noche es el Reino de Dios, reino de justicia, de amor y de paz; reino de libertad, en el que la persona humana vale por sí misma y no por lo que tiene.
Es el reino del hombre nuevo que sabe que la felicidad no está en las cosas sino en uno mismo. Para quien viva con este criterio, el evangelio de hoy es fuente de gozo y paz. Debe luchar por su subsistencia al igual que todo el mundo; pero no se esclaviza al trabajo ni al dinero. No adora a la riqueza y tampoco adora a la pobreza. No es un fanático del tener, como del no-tener. Sencillamente es libre, y con libertad dispone de sus cosas. Con libertad ama y siente la felicidad del amor; y por ese amor, puede tener o no tener... Por todo lo dicho, parece deducirse que alguien no es rico por el solo hecho de tener bienes, sino por apegarse a ellos como objetivo supremo; ni tampoco alguien es pobre por el solo hecho de no tener nada, pues aun en esta situación se puede seguir considerando que las riquezas son un bien por sí mismas y la fuente de la felicidad. Pero también es cierto que muchos cristianos, partiendo del hecho de que se puede ser pobre de espíritu aun teniendo grandes riquezas, se quedan en esta sola reflexión y se olvidan de que la señal de que somos pobres de espíritu es el desprendimiento de las propias riquezas para compartirlas con toda la comunidad. Es muy difícil que alguien pueda considerarse libre ante las riquezas si jamás en su vida logró desprenderse de nada por amor a los demás... De ahí la invitación de Jesús y la prueba a que nos somete: Si queremos ser discípulos auténticos, probémoslo con algo concreto. Si decimos que hemos optado por Jesús y el Reino de Dios, renunciemos a algo por esto nuevo que hemos elegido.
También descubrimos que este evangelio, no solamente no se opone a la doctrina social de la Iglesia, sino que es su fundamento. Pues, ¿cómo podrá darse una justa y mejor distribución de los bienes, si aquellos que los poseen en su casi totalidad no son capaces de desprenderse de ellos por amor a los necesitados? El cristiano no es un fanático de la pobreza, y menos de la miseria; pero sí debe serlo de la justa distribución de los bienes, considerados como un bien común antes que privado. No deseamos ser pobres, pero sí que haya menos pobres, y para eso hace falta que los ricos sean menos ricos. Si optáramos por el evangelio del Reino de Dios, no estaríamos tan angustiados porque tenemos mucho o porque tenemos poco, pues el evangelio sustituye al verbo "tener" por el verbo «compartir». Quien mucho tiene, puede compartir lo mucho; y quien tiene poco, lo poco. Ojalá pudiéramos tener más para compartir más... Lo cierto es que el tener más suele endurecer el corazón y anestesiar nuestra memoria y nuestros buenos deseos. En cuanto tenemos mucho, nos olvidamos del evangelio, de los pobres y de tantas hermosas reflexiones...
Estuvo muy oportuno, pues, Jesús al habernos puesto sobre aviso. El cumplimiento de la ley que no va acompañado por un real desprendimiento de nuestros bienes corre el riesgo de ser una trampa: se puede adorar el dinero cumpliendo los diez mandamientos... Y una Iglesia que anuncia este evangelio y que no comparte realmente sus bienes materiales con la comunidad, también corre el peligro de convertirse en una caricatura de la Iglesia de Jesucristo. El Señor nos llama a la libertad interior. Que ningún bien material nos impida amar o amar más. Si realmente vivimos con esa libertad del corazón que otorga la fe, aun los bienes materiales y las riquezas serán la ocasión de manifestar a los hombres pobres que los amamos.
SANTOS BENETTI
EL PROYECTO CRISTIANO. Ciclo B, 3º
EDICIONES PAULINAS.MADRID 1978Págs. 315 ss.
Te pedimos, Señor que tu gracia continuamente nos preceda y acompañe de manera que estemos dispuestos a obrar siempre el bien.
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