Nunca entró en mis planes ser sacerdote. No me lo esperaba. No tengo antecedentes familiares. A los veinte años tampoco lo veía como posibilidad real en el horizonte de mi vida cuando en una conversación de amigos por la noche, en un ambiente de confidencialidad recuerdo que nos preguntábamos ¿cómo te ves en el futuro? Y cada uno iba narrando su sueño. Fue una sorpresa que me costó entender, justificándome al principio con la idea de que la “dirección del destinatario” estaba mal escrita. No es para mí, pensé. A los veintiún años, esto no pasa, ya es tarde. No sólo el tiempo, sino la naturaleza de la propuesta. Es mucho para mí. Yo no estoy preparado para esto. Es mucha responsabilidad. Y mi situación personal..., ya tengo mi carrera que está en su ecuador, y mi novia a la que quiero desde hace tiempo. Evidentemente en la “oficina de correos” se han equivocado.
Pero no era un error. Era para mí. Era un regalo. Venía de Dios. Me costó aceptarlo. Necesité tiempo, poco más de un año de huídas, de no querer comprenderlo, de darle vueltas y más vueltas. Surgió en mi interior. Nadie me lo propuso. Todo el mundo que está metido en la movida cristiana -como era mi caso- se lo piensa alguna vez, me dije. Y en ese interior poco a poco fue creciendo y haciéndose cada vez más fuerte la propuesta. El paso del tiempo y un discernimiento sosegado me ayudó a comprender que no me estaba volviendo loco, que era una llamada real, que venía de Dios y que yo me seguía sintiendo libre para decir “no”. Eso me dio mucha paz. Con dudas y con asombro ¿por qué yo, si hay gente más capacitada?, me preguntaba. Pero seguí sintiendo la libertad para responder lo que quisiera. Al final, me dije, si es lo que tú crees y quieres, Señor, tú verás... allá vamos. Y cuando empiezas a sentir amor, con amor respondes. Es tan fuerte la atracción que resulta difícil negarse a dar el paso. Y ese Amor me ayudó a dejar el otro amor, que por su parte lo aceptó con fe y generosidad y también con dolor. Yo no sé si hubiera respondido tan bien como hizo ella, probablemente no. Me siento muy orgulloso de esta historia de amor con Dios. Es un regalo inmerecido. No sé si estoy respondiendo a las expectativas que Él tenía sobre mí, pero ser sacerdote llena mi vida de sentido y si volviera a nacer, volvería a decir sí. Intento serlo como Jesús nos enseña el día de Jueves Santo, desde el servicio y la cercanía. Soy consciente de que mi ministerio no es para mí, sino para los demás. Que mi autorrealización se lleva a cabo en la medida en la que soy servidor de otros. Y mi manera de servir es tratar de hacer visible al Invisible para que muchos puedan encontrarse con Él.
Ser una mediación, un puente, una ayuda para llegar a Él. Con mis limitaciones y mis dones, mis pobrezas y mis riquezas, con todo lo que soy.
En estos ocho años de andadura, ser sacerdote me ha dado muchas más satisfacciones que problemas. He vivido experiencias llenas, intensas, que no se pueden describir con palabras. He compartido con vidas en situaciones y en lugares que jamás hubiera imaginado. Mi vida, aún con las dificultades del ministerio, se ha abierto de una manera total. Y sigo aprendiendo, sobre todo de la gente, de su testimonio, de su entrega, de su fe, de sus luchas, de su cariño.
Me siento privilegiado por ser sacerdote. Me permite ser testigo de muchas situaciones llenas de vida, acompañar y compartir a unos niveles de comunicación realmente profundos y sorprendentes. Mi único dolor es no dar la talla en algunas ocasiones y mi única preocupación es defraudar a Aquel que me llamó “con silbos amorosos”, en versos de San Juan de la Cruz. Por eso, intento seguir el consejo que Jesús da a Nicodemo en Juan 3, 8: “El viento sopla por donde quieres y tú oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Lo mismo sucede con todo aquel que nace del Espíritu”. Esto me tranquiliza y me ayuda a seguir confiando. Gracias Señor por llamarme, ya te lo he dicho varias veces, pero hoy lo comparto con otros.
Un sacerdote
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