HOMILÍA
PENTECOSTÉS
Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo:
-- Paz a vosotros
Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. Jesús repitió:
-- Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo.
Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:
-- Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
Jn 20,19-23
Esto es lo que celebramos hoy. Celebramos el fruto exuberante que ha producido ese grano enterrado y muerto. Jesús es este grano, esta semilla que aceptó deshacerse, desaparecer bajo tierra, vivir la incertidumbre de la muerte, llegar a ser, en definitiva, un pobre condenado a muerte abandonado de todos. El que había convertido su vida en una obra constante de amor.
Pero, verdaderamente, aquella semilla enterrada ha dado fruto, "el grano de trigo al morir dio mil frutos". Es la Pascua. Lo que hemos celebrado en estos cincuenta días. Jesús vive y vive para siempre. Y vive en cada uno de nosotros, y vive en esta comunidad que cree en él, y vive en todos los hombres, en cada fruto nuevo de amor que cualquier hombre haga florecer en este mundo, y en cada nuevo progreso solidario que los hombres seamos capaces de levantar. Nosotros somos este fruto. Jesús vive, la semilla ha dado fruto. Vive en los creyentes, en la Iglesia, para que sigamos siendo testigos de la buena noticia.
Vive en los sacramentos que nos reúnen, en el sacramento del agua del bautismo que nos renueva, en el sacramento del pan y el vino de la Eucaristía que nos alimenta. Y vive en la humanidad entera y en toda la creación para conducirla hacia su Reino.
El Espíritu pone en nosotros la vida de Jesús.
Pero esta vida de Jesús en nosotros, en la Iglesia, en la humanidad, no es sólo como un recuerdo que tenemos, como el recuerdo de un gran personaje para seguir sus ejemplos. No es sólo eso, es mucho más. Esta vida de Jesús se ha metido dentro de nosotros y nos ha cambiado.
Eso es lo que hoy recordamos de un modo especial. El fruto que ha dado la muerte de Jesús, su Pascua, es como un fuego que arde en nosotros, como un viento impetuoso que nos remueve. Esta es la Pascua de Pentecostés, el fruto abierto de la Pascua de JC: que él vive para siempre, y que la vida nueva que él inició ha llegado hasta nosotros, porque llevamos su mismo Espíritu. Como una llamada a ir siempre adelante, a no detenernos, a no temer, a mantener firme la decisión de seguirle, a trabajar por ese mundo nuevo y distinto que él nos anunció. Lo hemos oído en la primera lectura: en cuanto recibieron el Espíritu, los apóstoles salieron a la calle. Y en el evangelio Jesús nos lo ha dicho muy claro: "Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo". Porque eso es el Espíritu: es el que nos convierte en continuadores de la tarea que el Padre encomendó a Jesús.
Y eso se concreta en nuestra manera de ver las cosas. Porque en la Iglesia del momento actual, quizá hemos perdido el impulso de puesta al día y de renovación que Juan XXIII y el Concilio nos contagiaron, y tenemos una tendencia a encerrarnos en lo que vamos haciendo en lugar de preguntarnos qué debemos hacer para seguir siendo testigos de la Buena Noticia de Jesús. Y al mismo tiempo, también en nuestra sociedad parece que desaparezcan los deseos de solidaridad en el progreso y en la mejora de las condiciones de vida, y que la gente piense que lo mejor es que cada uno se asegure lo que tiene y los demás que se arreglen, que el miedo lo domine todo e incluso en algunos sectores se empiecen a sentir deseos de seguridad a cualquier precio (y para algunos, aunque sea el precio de la paz de los cementerios).
Y todo eso, desde luego, esa manera de ver las cosas, me parece que no es digna de quienes llevamos dentro el Espíritu de Jesús, el Espíritu de la vida nueva. El Espíritu que fue un viento recio, un fuego que sacó a los apóstoles a la calle. El Espíritu que hizo nacer a la Iglesia, que es el signo y el testimonio del futuro, de la esperanza, del gozo que debe empezar aquí y no terminar nunca.
Hermanos. Que el Espíritu de Jesucristo nos renueve. Que en esta Iglesia y en este mundo más bien tristes en los que vivimos, nos convierta en testimonio de esperanza. Y que la Eucaristía que vamos a celebrar nos una, una vez más, con Jesucristo muerto y resucitado que nos alimenta y acompaña. Para que el grano de trigo dé todo su fruto.
J. LLIGADAS
MISA DOMINICAL 1981, 12
Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo.
Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos.
Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento.
Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas,
infunde calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero.
Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.
Oh Dios que por el misterio de Pentecostés santificas a tu Iglesia, extendida por todas las naciones; derrama los dones de tu Espíritu sobre todos los confines de la tierra y no dejes de realizar hoy, en el corazón de los fieles, aquellas mismas maravillas que obraste en los comienzos de la predicación evangélica.
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