19 de marzo de 2009

San José, el Esposo de María

Del libro Hablar con Dios, de Francisco Fernández

image A todos los santos se les suele conocer por una cualidad, por una virtud en la que son especialmente modelo para los demás cristianos y en la que sobresalieron de una manera particular: San Francisco de Asís, por su pobreza; el Santo Cura de Ars es modelo del sacerdote entregado al servicio de las almas; Santo Tomás Moro se distingue por la fidelidad a sus obligaciones como ciudadano y por la fortaleza para no ceder en su fe, que le llevó al martirio... De San José nos dice San Mateo: José, el esposo de María. De ahí le vino su santidad y su misión en la vida. Nadie, excepto Jesús, quiso tanto a Nuestra Señora, nadie la protegió mejor. Ningún otro ha gastado su vida por el Salvador como lo hizo San José.

La Providencia quiso que Jesús naciera en el seno de una familia verdadera. José no fue un mero protector de María, sino su esposo. Entre los judíos, el matrimonio constaba de dos actos esenciales, separados por un período de tiempo: los esponsales y las nupcias. Los primeros no eran simplemente la promesa de una unión matrimonial futura, sino que constituían ya un verdadero matrimonio. El novio depositaba las arras en manos de la mujer, y se seguía una fórmula de bendición. Desde este momento la novia recibía el nombre de esposa de... La costumbre fijaba el plazo de un año como intermedio entre los esponsales y las nupcias. En ese tiempo, la Virgen recibió la visita del Ángel, y el Hijo de Dios se encarnó en su seno; a San José le fue revelado en sueños el misterio divino que se había obrado en Nuestra Señora y se le pidió que aceptara a María como esposa en su casa. “Despertado José del sueño, hizo como el ángel del Señor le había mandado, y tomó consigo a su mujer (Mt 1, 24). Él la tomó en todo el misterio de su maternidad; la tomó junto con el Hijo que llegaría al mundo por obra del Espíritu Santo, demostrando de tal modo una disponibilidad de voluntad, semejante a la de María, en orden a lo que Dios le pedía por medio de su mensajero”.

Esta segunda parte era como la perfección del contrato matrimonial y entrega mutua que ya se había realizado. La esposa -según la costumbre era llevada a la casa del esposo en medio de grandes festejos y de singular regocijo. Ante todos, el enlace era válido desde los esponsales, y su fruto reconocido como legítimo.

El objeto de la unión matrimonial son los derechos que recíprocamente se otorgan los cónyuges sobre sus cuerpos en orden a la generación. Estos derechos existían en la unión de María y de José (si no hubieran existido, tampoco se hubiera dado un verdadero matrimonio), aunque ellos, de mutuo acuerdo, habían renunciado a su ejercicio; y esto, por una inspiración y gracias muy particulares que Dios derramaría sobre sus almas. La exclusión de los derechos habría anulado el matrimonio, pero no lo anulaba el propósito de no usar de tales derechos. Todo se llevó a cabo en un ambiente delicadísimo, que nosotros entendemos bien cuando lo miramos con un corazón puro. José, virgen por la Virgen, la custodió con extrema delicadeza y ternura.

Santo Tomás señala diversas razones por las cuales convenía que la Virgen estuviera casada con José en matrimonio verdadero: para evitar la infamia de cara a los vecinos y parientes cuando vieran que iba a tener un hijo; para que Jesús naciera en el seno de una familia y fuera tomado como legítimo por quienes no conocían el misterio de su concepción sobrenatural; para que ambos encontraran apoyo y ayuda en José; para que fuera oculta al diablo la llegada del Mesías; para que en la Virgen fueran honrados a la vez el matrimonio y la virginidad... Nuestra Señora quiso a José con un amor intenso y purísimo de esposa. Ella, que le conoció bien, desea que busquemos en él apoyo y fortaleza. En María y José tienen los esposos el ejemplo acabado de lo que deben ser el amor y la delicadeza. En ellos encuentran también su imagen perfecta quienes han entregado a Dios todo su amor, indiviso corde, en un celibato apostólico o en la virginidad, vividos en medio del mundo, pues “la virginidad y el celibato por el Reino de Dios no solo no contradicen la dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y la confirman. El matrimonio y la virginidad son dos modos de expresar y de vivir el único Misterio de la Alianza de Dios con su pueblo”.

II. En Nazareth se desposaron José y María, y allí tuvo lugar el inefable misterio de la Encarnación del Verbo de Dios. Con los desposorios, María recibió una dote integrada –según la costumbre– por alguna joya de no mucho valor, vestidos y muebles. Recibió un pequeño patrimonio, en el que quizá habría un poco de terreno... Tal vez todo ello no montara mucho, pero cuando se es pobre se aprecia más. Siendo José carpintero, le prepararía los mejores muebles que había fabricado hasta entonces. Como ocurre en los pueblos no demasiado grandes, la noticia debió correr de boca en boca: “María se ha desposado con José, el carpintero”. La Virgen quiso aquellos esponsales, a pesar de haber hecho entrega a Dios de su virginidad. “Lo sencillo es pensar -escribe Lagrange que el matrimonio con un hombre como José la ponía al abrigo de instancias, renovadas sin cesar, y aseguraría su tranquilidad”. Hemos de pensar que José y María se dejaron guiar en todo por las mociones e inspiraciones divinas. A ellos, como a nadie, se les puede aplicar aquella verdad que expone Santo Tomás: “a los justos es familiar y frecuente ser inducidos a obrar en todo por inspiración del Espíritu Santo”. Dios siguió muy de cerca aquel cariño humano entre María y José, y lo alentó con la ayuda de la gracia para dar lugar a los esponsales entre ambos.

Cuando José supo que el hijo que María llevaba en su seno era fruto del Espíritu Santo, que Ella sería la Madre del Salvador, la quiso más que nunca, “pero no como un hermano, sino con un amor conyugal limpio, tan profundo que hizo superflua toda cualquier relación carnal, tan delicado que le convirtió no solo en testigo de la pureza virginal de María -virgen antes del parto, en el parto y después del parto, como nos lo enseña la Iglesia sino en su custodio”. Dios Padre preparó detenidamente la familia virginal en la que nacería su Hijo Unigénito.

No es nada probable que José fuera mucho mayor que la Virgen, como frecuentemente se le ve pintado en los lienzos, con la buena intención de destacar la perpetua virginidad de María, pues “para vivir la virtud de la castidad, no hay que esperar a ser viejo o a carecer de vigor. La pureza nace del amor y, para el amor limpio, no son obstáculos la robustez y la alegría de la juventud. Joven era el corazón y el cuerpo de San José cuando contrajo matrimonio con María, cuando supo del misterio de su Maternidad divina, cuando vivió junto a Ella respetando la integridad que Dios quería legar al mundo, como una señal más de su venida entre las criaturas”.

Ese es el amor que nosotros –cada uno en el estado en el que le ha llamado Dios– pedimos al Santo Patriarca; ese amor “que ilumina el corazón” para llevar a cabo con alegría la tarea que nos ha sido encomendada.

III. Los Evangelios nombran a San José como padre en repetidas ocasiones. Este era, sin duda, el nombre que habitualmente utilizaba Jesús en la intimidad del hogar de Nazareth para dirigirse al Santo Patriarca. Jesús fue considerado por quienes le conocían como hijo de José. Y, de hecho, él ejerció el oficio de padre dentro de la Sagrada Familia: al imponer a Jesús el nombre, en la huida a Egipto, al elegir el lugar de residencia a su vuelta... Y Jesús obedeció a José como a padre: Bajó con ellos y vino a Nazareth y les estaba sujeto...

Jesús fue concebido milagrosamente por obra del Espíritu Santo y nació virginalmente para María y para José, por voluntad divina. Dios quiso que Jesús naciera dentro de una familia y estuviera sometido a un padre y a una madre y cuidado por ellos. Y de la misma manera que escogió a María para que fuese su Madre, escogió también a José para que fuera su padre, cada uno en el terreno que le competía.

San José tuvo para Jesús verdaderos sentimientos de padre; la gracia encendió en aquel corazón bien dispuesto y preparado un amor ardiente hacia el Hijo de Dios y hacia su esposa, mayor que si se hubiera tratado de un hijo por naturaleza. José cuidó de Jesús amándole como a su hijo y adorándole como a su Dios. Y el espectáculo -que tenía constantemente ante sus ojos de un Dios que daba al mundo su amor infinito era un estímulo para amarle más y más y para entregarse cada vez más, con una generosidad sin límites.

Amaba a Jesús como si realmente lo hubiera engendrado, como un don misterioso de Dios otorgado a su pobre vida humana. Le consagró sin reservas sus fuerzas, su tiempo, sus inquietudes, sus cuidados. No esperaba otra recompensa que poder vivir cada vez mejor esta entrega de su vida. Su amor era a la vez dulce y fuerte, tranquilo y ferviente, emotivo y tierno. Podemos representárnoslo tomando al Niño en sus brazos, meciéndole con canciones, acunándole para que duerma, fabricándole pequeños juguetes, estando con Él como hacen los padres, prodigándole sus caricias como actos de adoración y testimonio más profundo de afecto. Constantemente vivió sorprendido de que el Hijo de Dios hubiera querido ser también su hijo. Hemos de pedirle que sepamos nosotros quererle y tratarle como él lo hizo.

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