Quisiera proponer a nuestra reflexión una conferencia que diera el teólogo Joseph Ratzinger, posteriormente Papa Benedicto XVI, ofrecida en Alemania el año 1970. Pese a la distancia en años de las presentes reflexiones, no han perdido la validez que nos invita a soñar también nosotros y, por qué no, a desafiarnos en nuestra manera de vivir la fe en el seno de la Iglesia. Buena lectura, y gracias a los amigos del Blog Ratzinger-Gänswein que han rescatado este texto para nuestra meditación.
Existen hoy muchos y opuestos motivos
para no permanecer en la iglesia. En nuestros días están tentados de
volver la espalda a la iglesia no sólo aquellos a quienes se les ha
hecho extraña la fe de ésta, a quienes aparece demasiado retrógrada,
demasiado medieval, demasiado hostil al mundo y a la vida, sino también
aquellos que amaron la imagen histórica de la iglesia, su liturgia, su
independencia de las modas pasajeras, el reflejo de lo eterno visible en
su rostro. Estos tienen la impresión de que la iglesia está a punto de
traicionar su especificidad, de venderse a la moda del tiempo y de este
modo perder su alma. Están desilusionados como el amante traicionado y
por eso piensan seriamente en volverle la espalda.
Por otra parte también existen motivos
contradictorios para permanecer en la iglesia. Permanecen en ella no
sólo los que creen firmemente en su misión o quienes no quieren
abandonar una antigua y entrañable costumbre aunque hagan poco uso de
ella, sino sobre todo y especialmente quienes rechazan toda su realidad
histórica y combaten abiertamente el contenido que sus ministros tratan
de darle y de conservar. A pesar de querer eliminar lo que la iglesia
fue y es, no intentan salir fuera de ella, porque esperan trasformarla
en lo que a su juicio debe ser.
1. Reflexiones preliminares sobre la situación de la Iglesia.
Confusionismo:
De todo esto resulta que la iglesia se
encuentra en una situación de confusionismo, en la que los motivos a
favor o en contra no sólo se entremezclan de la manera más extraña, sino
que parece imposible llegar a un entendimiento. Reina la desconfianza
sobre todo porque el permanecer en la Iglesia no tiene ya el carácter
claro e inequívoco de antes y nadie cree en la sinceridad de los demás.
Las palabras llenas de esperanza de Romano Guardini en 1921 -“un
acontecimiento de gran importancia ha comenzado: la iglesia despierta
en las almas”- aparecen anacrónicas. Al contrario, hoy habría que
cambiar la frase de este modo: “un acontecimiento de gran importancia ha
comenzado: la iglesia se apaga en las almas y se disgrega en las
comunidades”. En medio de un mundo que tiende a la unidad,
la iglesia se dispersa en resentimientos nacionalistas, en la
exaltación de lo propio y en la denigración de lo ajeno. Entre los
defensores de la secularidad y la reacción de quienes están demasiado
apegados al pasado y a lo externo, entre el desprecio de la tradición y
la fidelidad exagerada a la letra parece que no existe ninguna
posibilidad de equilibrio; la opinión pública asigna inexorablemente a
cada uno su propio puesto; tiene necesidad de posiciones claras y
precisas y no puede entretenerse en ninguna clase de matices: quien no
está a favor del progreso está contra él; o se es conservador o
progresista.
Gracias a Dios, la realidad es distinta:
entre estos dos extremos existen también hoy creyentes silenciosos y
casi sin voz, quienes con toda sencillez realizan la verdadera misión de
la Iglesia incluso en este momento de fusión: la adoración y la
paciencia de la vida cotidiana, la palabra de Dios. Sin embargo, en la
imagen que se tiene de la iglesia éstos no tienen sitio; esa verdadera
iglesia no es invisible, pero está profundamente escondida a las
maniobras de los hombres.
De este modo queda esbozada una primera indicación sobre el contexto en donde se sitúa la pregunta: ¿por que permanezco en la iglesia? Para dar una respuesta adecuada debemos analizar en primer lugar ese contexto, en el que la palabra «hoy» entra de lleno en el tema, y posteriormente profundizar en los motivos de la situación actual.
¿Cómo se ha podido llegar a
una tan extraña situación de confusión en el momento en que se esperaba
un nuevo pentecostés? ¿Cómo ha sido posible que precisamente cuando el
concilio parecía recoger los frutos maduros de los últimos decenios,
esta plenitud haya dado paso de repente a un vacío desconcertante? ¿Qué
ha sucedido para que del gran impulso hacia la unidad haya surgido la
disgregación? Quisiera intentar responder recurriendo en
principio a una comparación que puede hacernos descubrir cuál es nuestra
tarea y, al mismo tiempo, dejar entrever los motivos que hacen posible
un sí o un no. Parece como si en nuestro esfuerzo por llegar a una
comprensión de la iglesia, siguiendo las huellas del concilio que ha
luchado denodadamente por ello, nos hubiéramos acercado tanto a la
iglesia, que ya no fuéramos capaces de verla en su conjunto; como si los
primeros edificios nos impidieran ver la ciudad y los primeros árboles
nos estorbaran para abarcar con nuestra mirada todo el bosque. La
situación a la que nos ha llevado la ciencia a propósito de muchos
aspectos de la realidad, se repite también ahora con la iglesia. Vemos
los detalles tan cercana y minuciosamente que no somos capaces de
contemplar el todo. Lo que hemos ganado en precisión lo hemos perdido en
verdad. Cuando observamos al microscopio un trozo de árbol, lo que
vemos es sin duda exacto, pero podría a la vez esconderse la verdad si
se olvidase que un detalle no es sólo un detalle, sino que existe en un
todo, que aunque no sea visible al microscopio, es igualmente verdadero,
incluso más verdadero que el detalle tomado aisladamente.
Reformas:
Pero dejemos a un lado las comparaciones.
La perspectiva contemporánea ha determinado nuestra mirada sobre la
iglesia, de tal modo que hoy prácticamente sólo vemos la iglesia desde
el punto de vista de la eficacia, preocupados por descubrir qué es lo
que podemos hacer con ella. Los prolongados esfuerzos por reformar a la
iglesia han hecho olvidar todo lo demás.
Para nosotros hoy no es nada más que una
organización que se puede trasformar y nuestro gran problema es el de
determinar cuáles son los cambios que la hagan «más eficaz» para los
objetivos particulares que cada uno se propone. Planteando de esta
manera la cuestión, el concepto de reforma ha sufrido en la conciencia
colectiva profundas degeneraciones, que lo han privado de su núcleo
central. Pues reforma, en su significado original, es un proceso
espiritual, totalmente cercano al cambio de vida y a la conversión, que
entra de lleno en el corazón del fenómeno cristiano: solamente a través
de la conversión se llega a ser cristianos; esto vale tanto para la vida
particular de cada uno como para la historia de toda la iglesia. Esta
vive como iglesia en la medida en que renueva sin cesar su conversión al
Señor, al evitar cerrarse en sí misma y en sus propias costumbres más
queridas, tan fácilmente contrarias a la verdad. Cuando la reforma es
arrancada de este contexto, del esfuerzo y el deseo de conversión,
cuando se espera la salvación solamente del cambio de los demás, de la
trasformación de las estructuras, de formas siempre nuevas de adaptación
a los tiempos, quizá se llegue de momento a cierta utilidad inmediata,
pero en el conjunto la reforma se convierte en una caricatura de sí
misma, capaz de cambiar únicamente las realidades secundarias y menos
importantes de la iglesia.
No es de extrañarse por tanto que la
misma iglesia aparezca en definitiva como algo secundario. Todo esto nos
ayuda a entender la paradoja que surge de los intentos de renovación
propios de nuestra época: los esfuerzos para suavizar la rigidez de las
estructuras, para corregir las formas del aparato eclesiástico
provenientes de la edad media o más aún de los tiempos del absolutismo,
para liberar a la iglesia de tales interferencias y capacitarla para un
servicio más simple y más conforme con el espíritu del evangelio, han
conducido en realidad a una sobre valoración del elemento institucional
de la iglesia sin precedentes en su historia. Las instituciones y los
aparatos eclesiásticos son sin duda objeto de una crítica radical como
jamás existió, pero también absorben la atención con una exclusividad
más acentuada que antes, de tal manera que para muchos la iglesia queda
reducida a esa realidad institucional. La pregunta sobre la iglesia se
plantea en términos de organización. No se quiere que un mecanismo tan
bien montado quede infructuoso, pero se le encuentra desde muchos puntos
de vista inadecuados para conseguir los objetivos que se le asignan.
Detrás de todo eso se perfila el problema
central de la crisis de la fe. Por su radio de acción la iglesia ejerce
sociológicamente su influencia más allá del círculo de sus fieles, y la
institucionalización de esta situación falsa la aliena profundamente en
su verdadera naturaleza. La publicidad derivada del concilio y la
perspectiva de un posible acercamiento entre creyentes y no creyentes,
que ha dado fatalmente la impresión de realidad, ha radicalizado al
máximo esta alienación.
Muchas veces el concilio fue aplaudido
también por aquellos que no tenían intención de llegar a ser creyentes
en el sentido de la tradición cristiana, pero que saludaron este
«progreso» de la iglesia como una confirmación de sus propias opciones y
de los caminos recorridos por ellos. Al mismo tiempo hay que reconocer
que dentro de la iglesia la fe ha entrado en una agitada fase de
efervescencia. El problema de la mediación histórica sitúa el antiguo
credo en una luz incierta y ambigua, con la que las verdades pierden sus
propios contornos; por otra parte las objeciones de las ciencias
naturales y más aún de la concepción moderna del mundo avivan este
proceso. Los límites entre la interpretación y la negación de las
verdades principales se hacen cada vez más difíciles de reconocer. Por
ejemplo ¿qué es lo que significa realmente «resucitado de
entre los muertos»? ¿Quiénes son los que creen, interpretan o niegan? Y
mientras se discute hasta dónde pueden llegar los límites de la
interpretación, se hace cada vez más borroso el rostro de Dios. La
«muerte de Dios» es un proceso totalmente real, que se instala hoy en el
mismo corazón de la iglesia. Dios muere en la cristiandad, así al menos
parece. De hecho allí donde la resurrección se convierte en un
acontecimiento de una misión vívida en una imagen superada, Dios no
actúa ya. ¿Pero Dios actúa verdaderamente? Esta es la pregunta que surge
de inmediato. Mas ¿puede haber alguien tan reaccionario que acepte
literalmente la afirmación «él ha resucitado»?
De este modo lo que para uno sólo es
progreso, es para otro increencia y lo que antes era inconcebible, es
hoy algo normal; personas que desde hace tiempo habían abandonado el
credo de la iglesia, se consideran de buena fe como auténticos
cristianos progresistas. Según éstos el único criterio para juzgar a la
iglesia es su eficiencia. Queda, sin embargo, por establecer cuál sea la
verdadera eficiencia y para qué objetivos se deba usar. ¿Para criticar la sociedad, para ayudar al desarrollo, para fomentar la revolución? ¿O quizá para celebraciones comunitarias?
De cualquier forma hay que comenzar desde los cimientos, porque
inicialmente la iglesia no había sido concebida para esto y
efectivamente en su forma actual no está preparada para esos objetivos. Y
de este modo aumenta el malestar tanto en los creyentes como en los no
creyentes. El derecho de ciudadanía que la incredulidad ha adquirido en
la iglesia hace la situación cada vez más insoportable tanto para unos
como para otros. Especialmente trágico es el hecho de que todo esto haya
situado el programa de reforma en una ambigüedad extraordinariamente
equívoca y para muchos insoluble.
Naturalmente se puede objetar que no todo
el panorama se presenta con nubarrones tan negros. En los últimos años
han nacido y madurado muchas realidades positivas que no es justo
silenciar: la nueva liturgia más accesible al pueblo, la sensibilidad
para los problemas sociales, el mejor entendimiento entre los cristianos
separados, la disminución del miedo debido a una falsa concepción
literal de la fe y muchas otras cosas más. Esto sin duda es verdadero y
no se puede minimizar; pero no refleja exactamente la atmósfera general
de la iglesia. Al contrario, también todo esto ha sido inficcionado por
la ambigüedad debida a la desaparición de los límites precisos entre fe e
incredulidad. Solamente al principio pareció que la consecuencia de
esta desaparición pudiera ser considerada como algo liberador. Hoy es
claro que de semejante proceso, a pesar de todos los signos de
esperanza, en vez de una iglesia moderna ha surgido una profundamente
desgarrada y problematizada. Hemos de admitirlo sin restricciones: el
Vaticano I había descrito la iglesia como el signum levatum in nationes,
como el estandarte escatológico visible desde lejos que convocaba y
reunía a los hombres. Según el concilio de 1870 ella era el signo
esperado por Isaías (11, 12), la señal que incluso desde lejos todos
podían reconocer y que a todos indicaba claramente el camino a recorrer.
Con su maravillosa propagación, su eminente santidad, su fecundidad
para todo lo bueno y su profunda estabilidad, ella representaba el
verdadero milagro del cristianismo, la mejor prueba de su credibilidad
ante la historia. Hoy parece verdadero todo lo contrario: no una
comunidad maravillosamente difundida, sino una asociación estancada, que
no ha sido capaz de superar realmente los confines del espíritu europeo
y medieval; no ya una profunda santidad, sino un conjunto de
debilidades humanas, una historia vergonzosa y humillante, en la que no
ha faltado ningún escándalo, desde la persecución de herejes y procesos
contra las brujas, desde la persecución de los judíos y el servilismo de
las conciencias hasta el autodogmatismo y la resistencia contra la
evidencia científica, de tal modo que quien pertenece a esa historia no
puede hacer otra cosa que cubrirse vergonzosamente la cara; finalmente
no ya una estabilidad indestructible, sino condescendencia con todas las
corrientes de la historia, con el colonialismo, el nacionalismo y
recientemente los intentos de hacer las paces con el marxismo y hasta de
identificarse con él… De este modo la iglesia no aparece ya como el
signo que invita a la fe, sino precisamente como el obstáculo principal
para su aceptación. Da la impresión de que la verdadera teología
consiste sólo en quitarle a la iglesia sus predicados teológicos, para
considerarla y tratarla bajo un aspecto puramente político. No se la
mira ya como una realidad de fe, sino como una organización de
creyentes, puramente casual y poco accesible, que hay que remodelar lo
antes posible según los más modernos criterios de la sociología. «La confianza es buena, el control mejor»,
tal es el eslogan que después de tantas desilusiones se prefiere
adoptar en relación con la estructura eclesiástica. El principio
sacramental no es ya suficientemente claro, solamente el control
democrático aparece digno de fe: en definitiva el Espíritu santo es
totalmente inaferrable. Quien no tiene miedo de mirar al pasado sabe muy
bien que las humillaciones de la historia se derivan precisamente de
que en un momento determinado el hombre creyó deber asumir los plenos
poderes y considerar como única y verdadera realidad solamente sus
propias empresas.
2. La naturaleza de la Iglesia simbolizada en una imagen
Una iglesia que contra toda su historia y
su naturaleza sea considerada únicamente desde un punto de vista
político, no tiene ningún sentido y la decisión de permanecer en ella,
si es puramente política, no es leal, aunque se presente como tal. Ante
la situación presente ¿cómo se puede justificar la permanencia en la
iglesia? En otros términos: la opción por la iglesia para que tenga
sentido tiene que ser espiritual. ¿Pero en qué puede apoyarse una opción
espiritual? Quisiera dar una primera respuesta utilizando una imagen y
volviendo a los términos que usamos al principio para describir la
situación. Hemos dicho que en nuestros estudios nos hemos acercado tanto
a la iglesia que no somos capaces de verla en su conjunto. Vamos a
profundizar este pensamiento tomando una imagen con la que los padres
nutrieron su meditación simbólica sobre el mundo y sobre la iglesia. Los
padres decían que en el mundo cósmico la luna era la imagen de lo que
la iglesia representaba para la salvación del mundo espiritual. Tomaban
así un antiguo simbolismo constantemente presente en la historia de las
religiones -los padres no hablaron nunca de «teología de las religiones»,
pero la han actuado concretamente- en el que la luna era el símbolo de
la fecundidad y de la fragilidad, de la muerte y de la caducidad de las
cosas, pero también de la esperanza en el renacimiento y en la
resurrección, era la imagen «patética y al mismo tiempo consoladora» de la existencia humana.
El simbolismo lunar y el telúrico se
mezclan frecuentemente. Por su fugacidad y por su reaparición la luna
representa el mundo de los hombres, el mundo terreno caracterizado por
la necesidad de recibir y por su indigencia, y que obtiene su propia
fecundidad de otro, es decir, del sol. De este modo el simbolismo se
convierte en símbolo del hombre y de la naturaleza humana, como se
manifiesta en la mujer que concibe y es fecunda en virtud del semen que
recibe.
Los padres han aplicado el simbolismo de
la luna a la iglesia sobre todo por dos razones: por la relación
luna-mujer (madre) y por el hecho de que la luna no tiene luz propia,
sino que la recibe del sol sin el cual sería oscuridad completa. La luna
resplandece, pero su luz no es suya sino de otro. Es oscuridad y luz al
mismo tiempo. Aunque por sí misma es oscuridad, da luz en virtud de
otro de quien refleja la luz.
Precisamente
por esto simboliza la iglesia, que resplandece aunque de por sí sea
obscura; no es luminosa en virtud de la propia luz, sino del verdadero
sol, Jesucristo, de tal modo que siendo solamente tierra -también la
luna solamente es otra tierra- está en grado de iluminar la noche de
nuestra lejanía de Dios: «la luna narra el misterio de Cristo».
Mas no hemos de forzar los símbolos; su
eficacia está en la inmediatez plástica que no se puede encuadrar en
esquemas lógicos. Sin embargo en esta época nuestra de viajes lunares
surge espontáneamente profundizar esta comparación, que confrontando el
pensamiento físico con el simbólico evidencia mejor nuestra situación
específica respecto a la realidad de la iglesia. La sonda lunar y los
astronautas descubren la luna únicamente como una estepa rocosa y
desértica, como montañas y arena, no como luz. Y efectivamente la luna
es en sí y por sí misma sólo desierto, arena y rocas. Sin embargo,
aunque no por ella, por otro y en función de otro, es también luz y como
tal permanece incluso en la época de los vuelos espaciales. Es lo que
no es en sí misma. Pero esto otro, que no es suyo, también es realidad
suya. Existe la verdad física y la simbólico-poética que no se excluyen
mutuamente.
Este es el momento de plantearnos la pregunta: ¿no es ésta una imagen exacta de la iglesia? Quien
la explora y la excava con la sonda, como la luna, descubrirá solamente
desierto, arena y piedras, las debilidades del hombre y su historia a
través del polvo, los desiertos y las montañas. Todo esto es suyo, pero
no se representa aún su realidad específica. El hecho decisivo es que
ella, aunque es solamente arena y rocas, es también luz en virtud de
otro, del Señor: lo que no es suyo es verdaderamente suyo, su realidad
más profunda, más aún su naturaleza es precisamente la de no valer por
sí misma sino sólo por lo que en ella no es suyo; existe en una
expropiación continua; tiene una luz que no es suya y sin embargo
constituye toda su esencia. Ella es luna -mysterium lunae- y como tal
interesa a los creyentes porque precisamente así exige una constante
opción espiritual.
Como el significado contenido en esta
imagen me parece de una importancia decisiva, antes de traducirlo en
afirmaciones de principio, prefiero clarificarlo mejor con otra
observación. Después de la utilización de la lengua propia en la
liturgia de la misa, antes de la última reforma, encontraba siempre una
dificultad ante un texto que me parece esclarecedor para lo que estamos
tratando. En la traducción del suscipiat se dice: «El Señor reciba de tus manos este sacrificio… para nuestro bien y el de toda su santa iglesia». Siempre estuve tentado de decir «y el de toda nuestra santa iglesia».
Reaparece aquí todo el problema y el cambio obrado en este último
período. En lugar de su iglesia hemos colocado la nuestra, y con ella
miles de iglesias; cada uno la suya. Las iglesias se han convertido en
empresas nuestras, de las que nos enorgullecemos o nos avergonzamos,
pequeñas e innumerables propiedades privadas, puestas una junto a otra,
iglesias solamente nuestras, obra y propiedad nuestra, que nosotros
conservamos o trasformamos a placer. Detrás de «nuestra iglesia» o también de «vuestra iglesia» ha desaparecido «su iglesia». Pero ésta es la única que realmente interesa; si ésta no existe ya, también la «nuestra» debe desaparecer. Si fuese solamente nuestra, la iglesia sería un castillo en la arena.
3. ¿Por qué permanezco en la iglesia?
En lo ya expuesto está implícita la
respuesta al interrogante que nos hemos planteado al principio: yo estoy
en la iglesia porque creo que hoy como ayer e independientemente de
nosotros, detrás de «nuestra iglesia» vive «su iglesia»
y no puedo estar cerca de él si no es permaneciendo en su iglesia. Yo
estoy en la iglesia porque a pesar de todo creo que no es en el fondo
nuestra sino «suya».
NO-SI:
En términos muy concretos: es la iglesia
la que no obstante todas las debilidades humanas existentes en ella nos
da a Jesucristo; solamente por medio de ella puedo yo recibirlo como una
realidad viva y poderosa, que me interpela aquí y ahora.
Henri De Lubac ha expresado de este modo esta verdad: «Incluso
los que la (iglesia) desprecian, si todavía admiten a Jesús, ¿saben de
quién lo reciben? … Jesús está vivo para nosotros. Pero ¿en medio de qué
arenas movedizas se habría perdido, no ya su memoria y su nombre, sino
su influencia viva, la acción de su evangelio y la fe en su persona
divina, sin la continuidad visible de su iglesia?… ‘Sin la iglesia,
Cristo se evapora, se desmenuza, se anula’. ¿Y qué sería la humanidad
privada de Cristo?».
El primer y más elemental principio que
hemos de establecer es que cualquiera que sea o haya sido el grado de
infidelidad de la iglesia, así como es verdad que ésta tiene
continuadamente necesidad de confrontarse con Cristo, también es cierto
que entre Cristo y la iglesia no hay ningún contraste decisivo. Por
medio de la iglesia él, superando las distancias de la historia, se hace
vivo, nos habla y permanece en medio de nosotros como maestro y Señor,
como hermano que nos reúne en fraternidad. Dándonos a Jesucristo,
haciéndolo vivo y presente en medio de nosotros, regenerándolo
continuamente en la fe y en la oración de los hombres, la iglesia da a
la humanidad una luz, un apoyo y una norma sin los que no podríamos
entender el mundo. Quien desea la presencia de Cristo en la humanidad,
no la puede encontrar contra la iglesia, sino solamente en ella.
Todo lo dicho nos lleva a la conclusión
de que si yo estoy en la iglesia es por las mismas razones porque soy
cristiano. No se puede creer en solitario. La fe sólo es posible en
comunión con otros creyentes. La fe por su misma naturaleza es fuerza
que une. Su verdadero modelo es la realidad de Pentecostés, el milagro
de compresión que se establece entre los hombres de procedencia y de
historia diversas. Esta fe o es eclesial o no es tal fe.
Además así como no se puede creer en
solitario, sino sólo en comunión con otros, tampoco se puede tener fe
por iniciativa propia o invención, sino sólo si existe alguien que me
comunica esta capacidad, que no está en mi poder sino que me precede y
me trasciende. Una fe que fuese fruto de mi invención sería un
contrasentido, porque me podría decir y garantizar solamente lo que yo
ya soy y sé, pero no podría nunca superar los límites de mi yo. Por eso
una iglesia, una comunidad que se hiciese a si misma, que estuviese
fundada sólo sobre la propia gracia, sería una contrasentido. La fe
exige una comunidad que tenga poder y sea superior a mí y no una
creación mía ni el instrumento de mis propios deseos.
Todo esto se puede formular también desde
un punto de vista más histórico: o Jesús fue un ser superior al hombre,
dotado de un poder que no era fruto del propio arbitrio, sino capaz de
extenderse a todos los siglos, o no tuvo tal poder ni pudo por tanto
dejarlo en herencia a los demás. En tal caso yo estaría al arbitrio de
mis reconstrucciones mentales y él no sería nada más que un gran
fundador, que se hace presente a través de un pensamiento renovado. Si
en cambio Jesús es algo más, él no depende de mis reconstrucciones
mentales sino que su poder es válido todavía hoy.
Pero volvamos al pensamiento anterior
según el cual solamente se puede ser cristiano dentro de la iglesia, no
fuera ni junto a ella. No tengamos miedo de plantearnos con toda
objetividad esta pregunta patética: ¿qué sería el mundo sin Cristo? ¿Sin un Dios que habla y se manifiesta, que conoce al hombre y a quien el hombre puede conocer?
La respuesta nos la dan clara y nítida
quienes con tenacidad enconada tratan de construir efectivamente un
mundo sin Dios. Sus esfuerzos se reducen a un experimento absurdo, sin
perspectivas ni criterios de acción. Aunque en su larga historia el
cristianismo haya concretamente faltado -y siempre lo ha hecho de modo
desconcertante- al mensaje contenido en él, no ha dejado jamás de
proclamar los criterios de justicia y de amor, frecuentemente contra la
misma iglesia y no obstante jamás sin el secreto poder que hay
depositado en ella.
En otros términos: yo permanezco en la
iglesia porque creo que la fe, realizable solamente en ella y nunca
contra ella, es una verdadera necesidad para el hombre y para el mundo.
Este vive de la fe aun allí donde no la comparte. De hecho donde ya no
hay Dios -y un Dios que calla no es Dios- no existe tampoco la verdad
que es anterior al mundo y al hombre. Pero en un mundo sin verdad no se
puede vivir por mucho tiempo. Donde se renuncia a la verdad, se continúa
viviendo porque ésta aún no se ha apagado totalmente, como la luz del
sol continúa aún brillando por algún tiempo, antes de que la noche
cerrada cubra el mundo.
Intentos fallidos:
El mismo pensamiento puede ser expresado
de otro modo: yo permanezco en la iglesia porque solamente la fe de la
iglesia salva al hombre. Puede parecer una frase muy tradicional,
dogmática e irreal, pero en cambio es totalmente objetiva y realista. En
nuestro mundo lleno de inhibiciones y de frustraciones el deseo de
salvación ha reaparecido en toda su primordial vehemencia. Los esfuerzos
de Freud y de C. G. Jung no son otra cosa que intentos de salvar a quienes se sienten irredentos.
Partiendo de otras premisas, Marcuse, Adorno, Habermas, continúan a su modo buscando y anunciando la salvación. También el problema de Marx
es en el fondo un problema de salvación. Cuanto más libre, clarificado y
poderoso se convierta el hombre, tanto más le atormentará el deseo de
salvación y tanto más esclavizado se encontrará. Marx, Freud, Marcuse,
tienen todos en común la búsqueda de la salvación, la aspiración hacia
un mundo sin dolor, enfermedad y miseria. El gran ideal de nuestra
generación es uno sociedad libre de la tiranía, del dolor y de la
injusticia; a esto apuntan las turbulentas explosiones de los jóvenes y
el resentimiento de los viejos al ver que la tiranía, la injusticia y el
dolor continúan como siempre. La lucha contra el dolor y la injusticia
brota de un impulso fundamentalmente cristiano, pero el pensar que a
través de las reformas sociales y la eliminación del dominio y del
ordenamiento jurídico se puede conseguir aquí y ahora un mundo libre de
dolor, es una doctrina errónea, profundamente desconocedora de la
naturaleza humana. En este mundo el dolor no se deriva sólo de la
desigualdad en las riquezas y en el poder. El sufrimiento no es el único
peso que el hombre ha de descargarse de las espaldas. Quien piensa así,
tiene que refugiarse en el mundo ilusorio de los estupefacientes, para
encontrarse después más abatido y en contraste con la realidad. Sólo
soportándose a sí mismo y liberándose de la tiranía del propio egoísmo,
el hombre se encuentra a sí mismo, su propia verdad, su propia alegría y
su propia felicidad. La crisis de nuestro tiempo depende principalmente
del hecho de que se nos quiere hacer creer que se puede llegar a ser
hombres sin el dominio de sí, sin la paciencia de la renuncia y la
fatiga de la superación, que no es necesario el sacrificio de mantener
los compromisos aceptados, ni el esfuerzo para sufrir con paciencia la
tensión de lo que se debería ser y lo que efectivamente se es.
Un hombre que sea privado de toda fatiga y
trasportado a la tierra prometida de sus sueños, pierde su autenticidad
y su mismidad. En realidad el hombre no es salvado sino a través de la
cruz y la aceptación de los propios sufrimientos y de los sufrimientos
del mundo, que encuentran su sentido liberador en la pasión de Dios.
Solamente así el hombre llegará a ser libre. Todas las demás ofertas a
mejor precio están destinadas al fracaso. La esperanza del cristianismo y
la suerte de la fe dependen de algo muy simple, de su capacidad de
decir la verdad. La suerte de la fe es la suerte de la verdad; ésta
puede ser oscurecida y pisoteada, pero jamás destruida.
Llegamos al último punto. Un hombre ve
únicamente en la medida en que ama. Ciertamente existe también la
clarividencia de la negación y del odio. Sin embargo éstos solamente
pueden ver lo que entra dentro de sus perspectivas: lo negativo. Sin
duda pueden preservar al amor de una ceguera que les haga olvidar sus
límites y los peligros que corre, pero no son capaces de construir algo
positivo. Sin una cierta cantidad de amor no se encuentra nada. Quien no
se compromete un poco para vivir la experiencia de la fe y la
experiencia de la iglesia y no afronta el riesgo de mirarla con ojos de
amor, no descubrirá otra cosa que decepciones. El riesgo del amor es
condición preliminar para llegar a la fe. Quien osa arriesgarse no tiene
necesidad de esconder ninguna de las debilidades de la iglesia, porque
descubre que ésta no se reduce solamente a ellas; descubre que junto a
la historia de los escándalos existe también la de la fe fuerte e
intrépida, que ha dado sus frutos a través de todos los siglos en
grandes figuras como Agustín, Francisco de Asís, el dominico Bartolomé de las Casas con su apasionada lucha por los indios, Vicente de Paúl, Juan XXIII.
Quien afronta este riesgo del amor
descubre que la iglesia ha proyectado en la historia un haz de luz tal
que no puede ser apagado. También la belleza surgida bajo el impulso de
su mensaje, y que vemos plasmada aún hoy en incomparables obras de arte,
se convierte para él en un testimonio de verdad: lo que se traduce en
expresiones tan nobles no puede ser solamente tinieblas. La belleza de
las grandes catedrales, la belleza de la música nacida al calor de la
fe, la magnificencia de la liturgia eclesiástica, principalmente la
realidad de la fiesta que no la puede hacer uno mismo sino sólo acoger,
la organización del año litúrgico, en el que se funden en un conjunto el
ayer y el hoy, el tiempo y la eternidad, todas estas cosas no son, a mi
juicio, algo casual. La belleza es el resplandor de la verdad, ha dicho
Tomás de Aquino, y podríamos añadir que la ofensa a la belleza es la
autoironía de la verdad perdida. Las expresiones en que la fe ha sabido
darse a lo largo de la historia, son testimonio y confirmación de su
verdad.
Me permito aún añadir una observación,
aunque pueda parecer muy subjetiva. Si se tienen los ojos abiertos,
también hoy se pueden encontrar personas que son un testimonio viviente
de la fuerza liberadora de la fe cristiana. Y no es una vergüenza ser y
permanecer cristianos en virtud de estos hombres, que viviendo un
cristianismo auténtico, nos lo hacen digno de fe y de amor. A fin de
cuentas el hombre es víctima de una ilusión cuando pretende hacer de sí
una especie de sujeto trascendental que considera válido únicamente lo
que no es fortuito. Ciertamente es un deber reflexionar sobre semejantes
experiencias, examinar su grado de responsabilidad, purificarlo y darle
una nueva plenitud. Pero en el curso de este proceso necesario de
objetivación ¿no figura acaso como una prueba relevante en
favor del cristianismo el hecho de que haga más humanos a los hombres en
el mismo momento en que los une a Dios? ¿Este elemento subjetivo no es
también al mismo tiempo un dato objetivo del cual no hemos de
avergonzarnos ante nadie?
Concluyamos con una última observación.
Cuando, como aquí, se afirma que sin el amor no se puede ver y por tanto
para conocer la iglesia es también necesario amarla, muchos se
inquietan. ¿El amor no es acaso lo contrario de la crítica?
¿No es quizá ésta la excusa a la que cuantos tienen el poder en la mano
recurren gustosamente para eliminar la crítica y mantener a su favor la
situación de hecho? ¿Se ayuda más a los hombres tratando de
tranquilizarles y de paliar la realidad, o quizás interviniendo a su
favor contra las injusticias habituales o contra el predominio de las
estructuras? Se trata ciertamente de cuestiones muy
importantes, pero no podemos ahora tratarlas. Una cosa es sin embargo
cierta, que el amor no es estático ni acrítico. La única posibilidad que
tenemos de cambiar en sentido positivo a un hombre es la de amarlo,
trasformándolo lentamente de lo que es en lo que puede ser. ¿Sucederá de distinto modo en la iglesia?
Basta con mirar la historia reciente:
durante la renovación litúrgica y teológica de la primera mitad de este
siglo ha madurado un verdadero movimiento de reforma que ha llevado a
trasformaciones positivas. Esto solamente fue posible porque surgieron
hombres con el don del discernimiento, que amaron la iglesia con corazón
atento y vigilante, con espíritu crítico, y dispuestos a sufrir por
ella. Si hoy no somos capaces de realizar algo es porque estamos
demasiado ocupados en afirmarnos sólo a nosotros mismos. No valdría la
pena permanecer en una iglesia que, para ser acogedora y digna de ser
habitada, tuviera necesidad de ser hecha por nosotros; sería un
contrasentido.
Permanecer en la iglesia porque ella es
en sí misma digna de permanecer en el mundo, digna de ser amada y
trasformada por el amor en lo que debe ser, es el camino que también hoy
nos enseña la responsabilidad de la fe.