4 de diciembre de 2009

¡Ánimo!

homilia

II DOMINGO DE ADVIENTO

imageEn el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo  Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes virrey de Galilea, y su hermano Felipe virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la Palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto.

Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del Profeta Isaías.

-- Una voz grita en el desierto: preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios.

Lc 3, 1-6

¡ANIMO! Este parece ser el sentimiento que predomina en la primera lectura de este segundo domingo de Adviento.

Una lectura preciosa, en la que se muestra con trazos vigorosos el contraste entre el dolor de una Jerusalén que ve partir a sus hijos hacia el destierro y la alegría de una Jerusalén alborozada que los ve retornar con gloria; el contraste entre la tristeza de una Jerusalén que ve partir a sus hijos a pie y los ve regresar en carroza, guiados por la mano de Dios.

Es esta mano de Dios y su proximidad la que cambia la tristeza en gozo. Debiera ser la proximidad de Cristo que se anuncia la que verificase en nosotros y en nuestro entorno este mismo milagro. Y sería milagro estupendo convertir tanta lamentación y tanto mal augurio como estamos oyendo constantemente en una alegría razonada, serena y confiada.

Para un cristiano, en una alegría cimentada en la próxima y tantas veces reiterada venida del Señor.

Juan gritó en su momento que el Esperado se acercaba, que estaba a punto de cumplirse la espera del mundo, que comenzaba la era nueva, que se iba a instaurar un orden nuevo, que -en una palabra- venía Cristo. Pero Juan, precavido, advirtió -con su tono desgarrado y solemne- que para que el paso del Señor fuera fecundo era necesario convertirse.

¿Qué es convertirse?

Era necesario convertirse en tiempos de Juan y es necesario convertirse veinte siglos después para captar con "éxito" la venida de Cristo. Y no es cosa fácil ésa de convertirse. Recuerdo que no hace mucho oí a un padre de "personaje famoso", al que habían secuestrado, que el nefasto acontecimiento le había servido para "convertirse y que desde entonces iba a ir a Misa"... ¡Me quedé de una pieza!

Pues bien, con el Evangelio en la mano, tengo la sensación de que convertirse es algo mas que "ir a Misa", porque si así fuera seríamos legión los convertidos... y a los hechos me remito. Convertirse, con el Evangelio en la mano, es algo "radical" y profundamente serio.

Es ver la vida con los ojos de Cristo, esfuerzo que nos exigirá, sin duda, y tal como comentábamos el domingo anterior, "desembotar la mente y permanecer despiertos".

Convertirse es mirar a cuantos nos rodean como si fueran hermanos, por encima de posiciones, ideas o estilos; convertirse es vivir abierto a todos y a cada uno de los problemas de la sociedad a la que pertenecemos, de modo que nada nos resulte indiferente y ajeno y en todo intentemos poner un acento de sinceridad, de justicia y de concordia; convertirse es no creer que tenemos la exclusiva y el monopolio de la verdad y conceder al "otro" la posibilidad de que disienta sin condenarlo, despreciarlo o minusvalorarlo.

Convertirse es no confundir, en el cristianismo, lo esencial con lo accesorio, haciendo de esto último una carrera insalvable de obstáculos por la que se pierde el hombre sin encontrarse con Dios, al que convertimos en un ser lejano, extraño y pequeño, hecho a medida de nuestra propia estrechez; un Dios preocupado de modas, ropajes y modos cambiantes con el tiempo y que nada tienen que ver con el mensaje de liberación que Cristo trajo a la tierra y con el rostro de Dios que quiso desvelar ante los hombres.

Convertirse es vivir contando con la Providencia, sin que esto quiera decir que seamos tontos, sino, sencillamente, que vivimos sabiendo que un día sigue al otro y que puede el granero lleno ser no para nosotros, sino para "nuestro sucesor".

Convertirse es ser un buen profesional, un padre espléndido, un hijo bueno, un esposo fiel en los momentos gozosos y en los que no lo sean tanto; es ser amigo verdadero; es pasar por la vida siendo eco, aunque palidísimo, de Aquel de quien se dijo que "pasó haciendo el bien".

Convertirse es ser un honesto hombre de negocios, es dar a todos los que en justicia corresponde, es ver en los que trabajan hombres y mujeres concretos y no piezas al servicio de un plan de producción.

Convertirse es apostar por la realidad del Reino de Dios, un Reino que está dentro de nosotros mismos, pero no en el sentido de que tiene que ser un Reino de intimidad, sino en el que debe abarcar nuestra vida entera, comprometiéndonos totalmente, sin dicotomías entre religión y vida.

Eso y mucho más es convertirse con el Evangelio en la mano. Es muy difícil conseguirlo, sinceramente. Pero habrá que intentarlo si no queremos, un año más, pasar de largo junto a ese Cristo que se anuncia y que es capaz de convertir el destierro en gozo.

DABAR 1982, 2

Señor todopoderoso, rico en misericordia, cuando salimos animosos al encuentro de tu Hijo, no permitas que lo impidan los afanes de este mundo; guíanos hasta Él con sabiduría divina para que podamos participar plenamente del esplendor de su gloria.

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